viernes, 23 de septiembre de 2011

Experiencia mística y liberación

Hay una distancia importante entre la experiencia mística, por valida que sea y los contenidos concretos en que nosotros la expresamos, los cuales pueden y suelen falsificarla.
Así, cuando Ignacio habla, de “la consolación sin causa” que, en su jerga es la que mas certeza de Dios aporta porque, “solo Dios nuestro Señor puede dar consolación a nuestra anima sin causa precedente”, matiza a continuación que la persona a quien se conceda, debe discernir, “el propio tiempo de tal consolación, del siguiente en que la anima queda caliente y favorecida” porque a veces en este segundo tiempo “por su propio discurso de habitúdines y consecuencia de los conceptos y juicios… forma diversos propósitos y pareceres que no son dados inmediatamente de Dios nuestro Señor”.
La experiencia mística es la de “una inmediatez mediada”. Con Dios no puede haber otro tipo de inmediatez. Y es que la inmediatez de Dios en nosotros no puede dejar de afectar   a todo el ser humano y todas sus dimensiones que están inevitablemente condicionadas (relativizadas) por temperamento, cultura, historia personal… Esa afectación es lo más accesible a la mente humana, la cual tiene luego el peligro de procesar esa experiencia de Dios a través de todos sus condicionamientos y limitaciones.
Con palabras más simples: por inmediata que sea la experiencia de Dios a la hora de formularla será siempre un intento de meter al mar en el pozalito del niño que juega en la playa (valga la imagen de origen agustiniano). O valga también el conocido refrán: “De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”; y la sublimidad no puede menos que quedar ridícula al tratar de meterla en nuestro pobre lenguaje. Por esta mediación ineludible de nuestra propia creaturidad, sucede que la experiencia mística, sucede que la experiencia mística puede ser leída por el sujeto de ella como una “confirmación” de toda una serie de rasgos culturales  del cristianismo ambiental.

En resumen, pues, cuando hay en el sujeto una madurez y capacidad critica  grandes, y un conocimiento del peligro de falsificar su experiencia al intentar transmitirla, puede intentar tomar alguna distancia, aunque esto vuelva casi informulable e intransmisible una experiencia que todos desearíamos que nos fuese transmitida. Pero eso es muy difícil de conseguir y creo que en nuestro contacto con los místicos  quizás solo deba aspirarse a dos cosas: (a) que esa mediatéz inevitable nos asome al misterio sin fin del Misterio que llamamos Dios, son pretender apresarlo en formulaciones y explicaciones; y (b) atender a la transformación posterior que la experiencia mística produce en el sujeto y que en mi humilde opinión, es su verdadera garantía de calidad.
De la experiencia mística por tanto, importan, no sus contenidos sino sus efectos: es una experiencia liberadora y amortizadora (si vale el neologismo). Quiero decir: nos da capacidad de libertad y capacidad de amar.

Ahora bien, sobre la pobreza y contra la riqueza se ha hablado mucho en la tradición bíblica cristiana, en tonos preferentemente morales o proféticos. Esto es comprensible porque la riqueza no es exclusivamente una cuestión personal, sino un factor decisivo  en la presencia de miserables y victimas de este mundo.
Hay pobres porque hay ricos, se dice a veces generalizando. Y Juan Pablo II en la inauguración de la asamblea de Puebla, criticó nuestro sistema económico porque produce ricos cada vez más ricos, a costa de pobres cada vez más pobres.
Desde un horizonte así se comprenden las palabras mas duras de los evangelios: la imposibilidad de que un rico se salve y la imposibilidad de servir a la vez a Dios y al dinero, que insensiblemente, se diviniza como un dios falso. Por todo esto, la pobreza no puede estar ausente en ninguna experiencia religiosa autentica.

De esa obra de Dios brota en seguida una mirada al corazón humano en este punto que desarrollare en dos pasos:
En primer lugar, la fina percepción de todo lo que el afán de riqueza tiene de locura y ceguera, aunque pretenda justificarse desde la innegable necesidad del ser humano: a los ricos “sus hechos los tienen ciegos”. “Desean que haya guerra” hasta el punto que en mas de una ocasión se ha hablado con razón de la “lucha de clases” como una constante trágica que atraviesa la historia humana.
Y una guerra absurda porque, en realidad, brota de tener mucho lo que no es nada. Primero por razones económicas, porque la tierra como decía Gandhi, da para satisfacer las necesidades de todos, pero no para satisfacer los caprichos de unos pocos, pero también por razones profundamente humanas: porque solo ella evitara, que el mundo ande tan desconcertado, y hará que nade mas armonioso, menos guerra, mas “concertado”.

En segundo lugar, esa riqueza privada y desesperadamente adquirida tampoco trae más felicidad. Uno de los mayores riesgos de la riqueza material es que esta íntimamente ligada con otra forma de riqueza mas sutil: la del honor y del aprecio ajeno.
Si la libertad del dinero y la pobreza son tan importantes, es porque tienen mucho que ver con otra liberación más profunda: la de la propia necesidad de estima, apreciación y aplauso, tan aguda en todos nosotros.
K. Marx ya había detectado esto con absoluta razón: en contra de lo que dicen algunos pseudoteólogos  del capitalismo, el dinero no es un simple “medio inocente de cambio”. Es además, un medio omnipotente porque sirve para conseguir todos los demás medios y lo que estos pretenden. Y es, sobre todo un medio antropológicamente decisivo, porque sirve para conseguir esa estima y aplauso  a que acabo de aludir. Los ricos son gente “de bien”, socialmente considerada y respetada. Ocupan importantes espacios en los medios y hasta hay programas y publicaciones dedicadas a ellos, a compararlos y glorificarlos.

Amar a Dios implica necesariamente amar aquello que Dios más ama (San Vicente de Paúl). Teresa formula de manera muy similar “Esta todo el medio de un alma el tratar con amigos de Dios”. Todas las renuncias que pueda implicar la opción por los pobres desaparecen sin esfuerzo porque, se trata, como decían los padres de la iglesia, de contentar a aquella persona que “ha prestado su rostro a los pobres”.
Sin embargo, sin una conciencia inicial de nuestra miseria, la opción por los pobres del Reino tiene el peligro de ser hecha creyéndonos salvadores en lugar de simplemente perdonados. Y entonces pasara “que al primer airecito de persecución se pierden estas florecillas”. Entonces, “No las llamo devociones apostillo Teresa.  Ni nosotros podemos llamarla opción por los pobres.

Esa radicalidad, esa indiferencia ante cielo e infierno con tal de estar con su Señor, ese no ser suya la decisión, me recuerdan el difícil dilema de la opción de Fernando Cardenal, cuando la curia romana obligo al P. General de los jesuitas a ponerle en la alternativa: o dejar el cargo de Ministro de Educación en el primer Gobierno sandinista  (aun prometedor), o dejar la Compañía, a la que Fernando amaba mas que a si mismo, como demostró su trayectoria posterior. La decisión era muy difícil y las posibilidades de errar muy grandes. Y Cardenal resolvió: “Prefiero equivocarme con los pobres”.
  La opción por los pobres y la fe en el Dios de Jesucristo como “Dios de los pobres” no son meramente una cuestión ética. Como dijo en Aparecida Benedicto XVI, son una cuestión cristológica, y ello significa una cuestión de  aquello que un lejano titulo de Urs von Balthasar calificaba como “mística de Jesús”.

Creo que no hacen falta demasiadas conclusiones, pues lo que he intentado decir es bien simple: que la experiencia de Dios es la mayor fuente de libertad, y que el control de garantía de esa libertad se verifica en que nos va capacitando para amar aquello que a nuestro ego le parece menos amable y quizá lo mas distante de nosotros: los pobres y las victimas de la tierra. Pero que, para el creyente y seguidor de Jesús resulta ser el lugar donde Él nos aguarda, crucificado para resucitar con Él. 



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