viernes, 23 de septiembre de 2011

SALUDEMOS LA PATRIA ORGULLOSOS…

Sí. ¡Claro que sí! Y orgullosas también. Hay motivos para estarlo; que no quepa ninguna duda al respecto. Pero antes, veamos a esa misma patria, con indignación y preocupación. Porque también hay razones, muchas razones para ello. La pobreza es una; esa que golpea a tanta gente y que está entre las causas para el éxodo de las personas que buscan fuera lo que acá no encuentran; es decir, oportunidades para trabajar dignamente y disfrutar sin más el derecho a su desarrollo humano integral, junto al de sus familias. En ese afán, son víctimas de quienes se aprovechan de su enorme condición de vulnerabilidad a lo largo del camino hacia un incierto destino, para cometer cualquier clase de atropellos en su contra. No obstante la inseguridad a todo nivel junto a los obstáculos legales y de hecho, sigue siendo considerable la cantidad de población salvadoreña que continúa yéndose de su patria también por la violencia imperante.

Todo eso indigna y preocupa, porque las víctimas se encuentran entre las mayorías populares. Esas que Ignacio Ellacuría definió como la población que “vive en unos niveles en los que apenas puede satisfacer las necesidades básicas fundamentales”; esa que está “marginada frente a unas minorías elitistas que, siendo la menor parte de la humanidad, utilizan en su provecho inmediato la mayor parte de los recursos disponibles”. Para el rector mártir de la UCA, su condición de desposeída no tiene su origen en “leyes naturales o por desidia personal o grupal, sino por ordenamientos sociales históricos” que la colocan en una situación “estrictamente privativa y no meramente carencial” de lo que le es debido. Ocurre, pues, por su explotación o porque indirectamente se le impide “aprovechar su fuerza de trabajo o su iniciativa política”.

Indigna y preocupa, además, que frente al flagelo de los homicidios las instituciones estatales no encuentren el rumbo para garantizarle a la sociedad su disminución. Y que ante el fenómeno de las extorsiones, funcionarios del mismo Gobierno caigan en contradicciones respecto a su rebaja y a su impacto en la economía nacional. A ello debe sumarse que el combate a la impunidad, esencial para atinarle a la superación de la violencia y la inseguridad, no parece ser prioridad estatal. Lo ocurrido recientemente con los militares acusados en España como responsables de la masacre en la UCA hace casi veintidós años, más allá de los discursos es prueba fehaciente de ello y no puede ser motivo de orgullo para quien aspire democratizar la justicia en esta patria. 

El Salvador de ahora no es aquel que atrajo la atención mundial por las atrocidades que en su territorio ocurrieron antes y durante la guerra, por la forma dialogante y negociadora que se utilizó para finalizarla y por los acuerdos que se establecieron para fundar una sociedad democrática, respetuosa de los derechos humanos y unificada en torno al “bien común”. Hoy ya no cuenta con el apoyo masivo que recibió de fuera para lograr eso último, que aún sigue siendo la agenda pendiente. Es, más bien, un país que enfrenta muchos peligros y cuyos tímidos avances en esos ámbitos están en riesgo.

Pero cuenta con dos oportunidades que deberían aprovecharse al máximo. La primera: investigar los crímenes más graves de ayer y hoy –incluidos los atropellos contra los derechos humanos y los graves actos de corrupción– para sancionar a sus responsables con la ley en la mano sin importar su condición económica, social y política. Además de constituir algo inédito porque nunca se ha intentado y que podría contribuir a reducir los niveles de inseguridad y pobreza, sentaría un necesario precedente para desalentar a quienes por defender sus ventajas recurren siempre a la desnaturalización de las instituciones.

Y la segunda oportunidad: buscar y encontrar entre las mayorías populares la fuerza y el valor que se requieren para despojarse de la “camisa de fuerza” que acostumbran imponerle a sus gobernantes los grandes capitales lícitos e ilícitos; también para arrebatarle el revólver que los militares, abierta o veladamente, le colocan en la frente a las autoridades civiles a fin de continuar amparados por la impunidad.

De esas mayorías populares surgió la selección de fútbol playero, que sí es motivo para sentir orgullo patrio. Ese grupo de muchachos, ahora tan utilizados por políticos y funcionarios que nunca la apoyaron para intentar prestigiarse, es muestra de fuerza y valor, esas dos cualidades que escasean entre quienes ahora se pelean salir en la foto con ellos. Entre esas mayorías populares que hace décadas entregaron su sangre por cambiar el país, hay que buscar la fuerza y el valor para que el cambio llegue por fin y podamos sentir ese orgullo patrio al que se le canta –año tras año– cada 15 de septiembre en actos que siguen siendo los mismos de siempre: vacíos de contenido y llenos de hipocresía.

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